Por: Mónyka Sandoval
Hay quién dice que las casualidades si existen. Tal vez sí, tal vez no. Tal vez no sea que necesitemos a las casualidades sino que las casualidades nos necesitan. Así es como Claudia, una chica misteriosamente callada, nos lleva a conocer una familia semejante a las que vemos en las calles; aquellas a las que, tal vez, les formamos una historia en nuestra imaginación.
Claudia ingresa a un hospital sin saber qué le sucedía, sólo sentía un gran dolor en el abdomen lo que deriva en una apendicitis y termina siendo vecina de cama de Martha, una mujer delgada, acabada por los años y su enfermedad, rodeada de niños que pelean entre sí pero que buscan también estar o cobijarse con ella.
No se preocupen, no he hablado demás. Algo que me gustó mucho de esta película es algo, supongo porque no soy madre, totalmente natural. Es esta idea de amor puro. Un amor que trasciende las fuerzas que tengas. Y al mismo tiempo, un amor que finge el bienestar para evitar preocupaciones o desgastes innecesarios. 
Como hijos, o como padres, o como amigos, o como pareja, o, tan sólo, como seres humanos somos capaces de poner una sonrisa que oculta lágrimas. Es decir, de callar nuestro sentimiento creyendo que así, el otro estará mejor, caminará más derecho.
Pero muchas veces, nos hemos enseñado a ignorar, ocultar o esconder nuestros sentimientos creyendo que así somos más fuertes o que así somos mejores. Pero también a veces, no dejamos de ser humanos y en nuestro ocultamiento, seguimos actuando como nos corresponde actuar: como niños o como adultos.
Ésa es la riqueza de la película ver las muestras de amor y las muestras de humanidad que hay en cada uno de los personajes. Y sobre todo, que así como la protagonista, nosotros somos espectadores; nosotros sólo somos testigos de esta familia y tenemos la posibilidad de elegir entre dejarnos acariciar por ella o dejarla pasar como cualquier otra que pasa a nuestro lado.
Los insólitos peces gato (Dir. Claudia Sainte-Luce)