Por: Renata Tarragona
Desde las afueras del oscuro umbral, cual cueva de lo inesperado, misterioso e inaudito, sobre la calle de Querétaro en la colonia Roma, se vislumbran luces tenues de distintos colores sofocadas por paredes de tonos apagados, en contraste con el radiante establecimiento de música y comida cubana de al lado. ¿Cómo pueden hallarse contiguos dos lugares completamente opuestos? En el vestíbulo de Paranoid Visions, comienza a contarse una historia contemporánea inspirada en Edgar Allan Poe. Una gran cabeza de caballo en aparente descomposición interrumpida es la imponente figura de bienvenida e invita a pasar a la breve y adornada escalinata hacia lo desconocido, para quienes no estén tan familiarizados con el refugio nocturno, aunque un básico seguro para quienes sí.
Relojes de antaño, piso de madera, jaula de leños viejos y alambre, espejos, ángeles caídos danzando al ritmo hipnótico, psicodélico de música estridentemente sombría. Siete habitaciones, cada una ambientada de manera particular, tanto en diseño como en melodía ensordecedora. Escaleras que bajan por la parte trasera, ¿hacia dónde? Escalones y pared de concreto conducen hacia una especie de sótano que guarda mesas altas y periqueras, algunas ocupadas por gabardinas negras, hebillas plateadas, corsets, redecillas, cabelleras largas, delineador y plataformas postrados frente a un apretujado escenario donde toca su última canción Neiked, banda invitada en la noche de Jack. El público aún está tranquilo, es temprano. Los músicos agradecen y desconectan.
Música de fondo persuade a la espera de la siguiente presentación, llega más gente y tapizan las mesas de caguamas. Uno de los vigilantes, alto y lóbrego de moica rojiza, constantemente se desliza entre las mesas revisando el contenido de las botellas, las vacías las lleva a la barra. La próxima banda arriba y comienza con los preparativos sobre el escenario, conecta y afina. Los gatos negros plasmados en las paredes miran con expectación, ya es casi media noche y sube, por fin, a presentar un personaje ataviado en un uniforme naranja que reza en la espalda “Chicago Country Jail”, -¡La basura!-, gritan voces femeninas desde el público, en efecto, tal vestimenta evoca a un barrendero, resalta entre tanto negro.
-¡Tilín, tilín!-, contesta el vocalista, crece el murmullo bajo las oscuras luces. Killerbee se hace escuchar, al inicio, con una pista instrumental. Abundantes melenas rizadas, desgreñadas, con distinta intensidad y estilo le dan una unidad a la banda, característica visual resaltable. Más público consumidor se planta en el sitio, aplaude y grita, se abraza y brinca al compás de una composición original killerbeeana. De pronto, un fugaz slam femenino seguido de headbangings protagonizados por esas largas cabelleras. –¡Todos somos Killerbee!- grita Oscar, el vocal, y prosiguen con la narración musical, una dedicatoria especial a los espectadores.
Un intro de “Smoke on the water” abre paso a “stairway”, cual hechizo provoca a una rubia cumpleañera a subir al escenario a bailar con desenfreno. El ánimo se enciende, la banda comparte con el público que brinca y baila sin cesar, se vuelve una espiral, en el punto álgido llega a su fin. Aplausos y vitoreos resuenan, la banda se despide, la gente se dispersa y desaparecen cables e instrumentos a ser reemplazados por la siguiente agrupación, comenzará ya entrada la madrugada. Demian Draven habrá de convocar de nuevo a esos espíritus errantes sedientos de música en un espectáculo infinito. Hasta que salga el sol culmina el festejo de las criaturas nocturnas.